Padres y mentores

10:03 p.m.

Foto: Publicada por csrmexico el 11 de febrero del 2022 en instagram. 

Lo más cerca que había estado de la palabra “mentoría” fue cuando, de pequeño, creía que el mundo de la enseñanza convergía en todo lo que implica un tutor. Además de encargarse de mi enseñanza, la tutoría también debía de ejercer la tutela, entendiendo ésta última como “la autoridad”. Para entonces, como yo lo concebía, un tutor también se convertía en aquel que me defendía, el que me protegía o dirigía en una línea de acción. Fue así que nombré a muchas personas mis tutores. La gran mayoría no estaba enterada del título que yo les había otorgado. La justificación era sencilla, tan pronto como se hacían conscientes, la magia estaba en riesgo (todo era propenso a desvanecerse).

Cuando practicaban en mí el sacramento del bautizo, dichos mentores se encargaban de mi porvenir con mejor astucia que mis padrinos. No lo certifico yo, más bien el testimonio lo dejan ver las fotos del álbum de aquel evento. Evidentemente todo sucedía sin que los mentores fueran conscientes, para ellos era un acto, quizá, de solidaridad familiar.

Siendo adolescente, cuando leí por primera vez al escritor poblano Sergio Pitol, supe que era más que un mentor, algo así como el padre de mis enseñanzas literarias. Cada vez que lo leía coincidía en la libertad que él propone cuando un libro se acerca a alguien. Lo entendí mejor en sus ensayos que en sus novelas. Siempre me ha parecido mejor novelista que ensayista. Años más tarde lo comprendí mejor, justo cuando una edición de la biblia, con detalles que no recuerdo con exactitud, se inmiscuía con gran frecuencia: “Cristo nos liberó para que seamos libres…” (Gálatas 5:1). Como yo no me sentía un habitante de la provincia romana de Galacia, me era fácil atribuir esa libertad a los libros, sobre todo a aquellos que la misma vida pone en el camino para liberarse. Para entonces ya todo me sugería la necesidad de ser firme a ese vínculo con un escritor mexicano tan importante y poco conocido. 
Siendo ya cercano a la literatura de Sergio Pitol, me fue más fácil entender a Juan Villoro, a José Emilio Pacheco, a Jorge Ibargüengoitia y a Margo Glantz. Todos ellos como mis siguientes mentores en la literatura.
 

En la medida que gané años de vida, también gané gozo de las ventajas de estar cerca de la tecnología. Las redes sociales me acercaron a conversaciones con la maestra Margo Glantz. Charlas que fluían mejor en lo virtual que en lo presencial a pesar de tener cerca la facultad de filosofía y letras en la UNAM. Incluso a pesar de que la profesora de dramaturgía Norma Román Calvo, me había hecho entender que Margo era sumamente atenta y cordial al caminar por los pasillos de la facultad y luego de terminar sus clases. Yo sabía que Sergio Pitol o bien lo encontrabas en las calles del centro de Coyoacán, de Xalapa o en alguna ciudad de Polonia. Soñaba con saludarle e intercambiar palabras, con que pusiera un disntitivo único en uno de mis ejemplares de sus novelas “la vida conyugal”“el desfile del amor”.
La maestra Margo Glantz frecuentemente me hacía presente del estado de salud del maestro Pitol según lo que sus sobrinos de Xalapa le comentaban. Para cuando todo podía ser posible en conocerle y estrechar su mano, apacigüe mis deseos con la idea de seguir procurando que la magia de la mentoría siguiera. Por no hacer consciente a Sergio y que algo se hiciera propenso al desvanecimiento. Pensaba en alguna frase de Sergio Pitol y todo se tranquilizaba:
 
«Un libro leído en distintas épocas se transforma en varios libros».
 

Cuando caí en coma, a consecuencia de una apendicectomía objeto del estrés que se requería manejar justo al momento de abandonar la escuela preparatoria y para comenzar a ser universitario, el destino decidió darme una nueva oportunidad de vida (quizá la tercera) y volví a tomar aire en terapia intensiva. Cuando el camillero me sacó de dicha sala y tomó rumbo a un cuarto en el quinto piso de aquel hospital apoyado por una camilla; el primero que me recibió fue el mismo mentor de aquel bautizo antes mencionado. Supe entonces lo que era un beso en la frente de alguien que frecuentaba la barba, pero quizá más el bigote. Jamás lo olvidaré porque ese gesto me ocasionó comezón, fue una señal de que seguía en pie de lucha sin saber que estuve más de 10 horas dormido, que me había vuelto un hiperreactor bronquial y que había soñando con colores que jamás he vuelto a ver. Seguían dándole mentoría a mi vida.
 
Las siguientes semanas de recuperación se acompañaban de lecturas escritas por José Emlio Pacheco y Mario Vargas Llosa. Para entonces caía en cuenta que Emilio Pacheo era muy amigo de Sergio Pitol. No consciente de lo importante que son para la literatura mexicana, tuve el primer vínculo con Sergio. Todo ello porque leía una de sus frases que me dejaba claro que un libro ni es bueno, ni es malo:
 
«El libro realiza una multitud de tareas, algunas soberbias, otras deplorables; distribuye conocimientos y miserias, ilumina y engaña, libera y manipula, enaltece y rebaja, crea o cancela opciones de vida…»
 
Últimamente no he estado tan cerca de las letras de Sergio Pitol, pero sí mucho de mi mentor. Me ha rescatado de los peores momentos a los que una pandemia y grandes responsabilidades burócratas me han llevado. Lo mejor de todo es que, sin saber de las bendiciones que él provoca, y de la magia que trae consigo, siempre me ha prometido estar cerca, incluso con los principios que día a día aprende y seguro de que nunca dejaremos que nada se desvanezca. 
Un mentor es algo mejor que un consejero, que una guía. Mejor aún que un maestro o un padrino. Son pues mis tíos a quien honro, respeto, quiero y amo. Son como uno de los mejores escritores que México ha tenido, sencillamente son mi familia.

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